VÍA CRUCIS
"Entonces se lo entregó para que lo crucificaran"
Jn 19, 16
El Via Crucis así como lo conocemos nosotros, como una forma más ordinaria y popular de devoción a la Pasión de Cristo, para contemplar sus sufrimientos y hacernos tocar por la compasión, es el último anillo de una larga serie de prácticas de piedad que se desarrollaron con el paso del tiempo.
Ya a partir del siglo IV iniciaron las peregrinaciones en Tierra Santa, y el Calvario y el santo Sepulcro se convirtieron en meta de una especial procesión que luego, con el tiempo, se extendió a otros lugares santificados por los sufrimientos del Señor.
En el medioevo latino es San Francisco que su nacimiento da un fuerte impulso a una espiritualidad de la imagen y, como consecuencia, a la evangelización. Francisco ve los personajes del nacimiento como la posibilidad para el fiel de identificarse en los estados de ánimo, en los sentimientos y en los pensamientos de estos personajes.
Esto da lugar a un acercamiento mucho más íntegro y complejo que el simple anuncio verbal. Porque en efecto la salvación es realizada por el Verbo encarnado, por el Hijo de Dios hecho hombre, es necesario que involucre al hombre entero, y así integralmente proponer para proponer y crear un estilo de vida que nos haga contemporáneos de Cristo y de los eventos salvíficos.
No se trata por lo tanto sólo de una simple representación, porque había tantos presentes en la Pasión de Cristo, y sin embargo no han reconocido a Jesús como el Hijo de Dios y salvador de los hombres.
Se trata de una imagen plasmada por la Palabra de Dios y de la grande teología.
Pocos siglos más tarde, ya en plena modernidad, San Ignacio de Loyola reafirmó la importancia del imaginario espiritual.
También él, en los Ejercicios Espirituales, motiva al ejercitante a servirse de la imaginación para el provecho espiritual, al interior de las esenciales coordenadas teológicas, para involucrarse más integralmente con todas sus capacidades e inflamarse así mayoritariamente para el Señor.
Para Ignacio el provecho espiritual no consiste en elaborar alguna imaginación fantasiosa, sino que es un íntimo conocimiento de Dios que nos inflama con su mismo amor.
El momento en el cual vivimos nos parece particularmente adecuado para apropiarnos de nuevo de aquella tradición que une teología, arte y espiritualidad.
El arte hace visible lo concreto -la carne- de la Palabra y de nuestra fe y nos hace partícipes del misterio al cual nos llama Gregorio de Nazanzio: “algunas gotas de sangre”, caídas en el grande cáliz de la tierra, “han renovado todo el universo” (PG 36, 664).
Este Via Crucis se encuentra en Mengore, en la iglesia de Santa María en Tolmin, Eslovenia, sobre la cresta de los Alpes Giulie.
El Via Crucis fue hecho después de la Primera Guerra Mundial, que había visto Mengore teatro de tanto sufrimiento.
Pero el sufrimiento no acabó ahí y continuó durante el periodo fascista (esta zona de frontera, en aquel tiempo era Italia) y luego con el comunismo. Cuando Mengore pasó a ser parte de la Yugoslavia comunista, el Via Crucis fue destruido.
El párroco, Milan Sirk, ha querido que este monte, testigo de tanta violencia, tuviera nuevamente su Via Crucis y lo ha pedido al P. Rupnik con su taller del Centro Aletti, y lo han realizado en el 2008.
En las escenas del Via Crucis en mosaico se ven solo pedazos de rostros, destellos de ojos, para concentrar toda la intensidad espiritual en el rostro, en su mirada, desde el momento que el rostro es la revelación de la persona. Como de costumbre, al texto que acompañan las imágenes han sido agregadas algunas citas reportadas de algunos antiguos textos cristianos.
Asi queda de manifiesto aún mas que una devoción que se podría pensar típicamente del occidente del segundo milenio, mientras que con las riquezas y los énfasis que este ha aportado, entierras sus raíces litúrgicas y dogmáticas en el corazón del misterio cristiano contemplado desde siempre por los ojos cristianos.
1.- Jesús condenado a muerte
Después del pecado que ha contaminado todo, el pensamiento humano no es capaz de conocer la verdad, porque la verdad solo es posible conocerla en la comunión, porque es la comunión. La verdad no se conoce sin amor, sin embargo, el pecado ha destruido el amor en el hombre, es decir, la verdad. El hombre entonces se crea una verdad por sí mismo, fruto de la propia fantasía encerrada en su pequeño mundo, esclava de las propias pasiones y por eso nos hace más espacio a Dios. Por eso el rostro de Cristo está sumergido. Pilato mira en el ojo de Cristo, pero no ve la verdad (cf Mt 4,12). Caifás, el sumo sacerdote, dirige la propia mirada a otro lado, siguiendo sus esquemas religiosos que le impiden ver al Señor en un rostro así cercano. En efecto, ni el pensamiento, ni la ley, ni la fuerza humana por sí mismos, son capaces de ver a Dios, de conocerlo, porque Dios es amor, y el amor es personal, tiene un rostro. Pero no es suficiente ni siquiera conocer el rostro, es necesario reconocer en él, el rostro de Dios que ama al hombre. Este rostro manso de Cristo se convierte en el espacio de encuentro con Él de todos aquellos que son juzgados y condenados. En él le acoge la mansedumbre y la compasión de Aquel que ha sido juzgado injustamente. Pero también a aquellos que juzgan -y con eso confiesan su lejanía con Dios, porque el juicio pertenece sólo a Dios- que este rostro manso y bueno, al contemplarlo les ofrece la posibilidad de ser acogidos por la mirada del que es juzgado y que asume la condena.
“Mudo se queda el Tremendo, sin palabras el Verbo: si en efecto hubiese alzado la voz, no hubiera sido vencido y venciendo un hubiera terminado en la cruz, pero no habría salvado a Adán. Por eso, para poder sufrir, Aquel que confunde los sabios vence callando; y el juez, viéndolo que se queda en silencio, incomodo por la situación dice: ‘¿Qué debo hacer con este hombre que no habla?’ Y ellos: ‘Es culpable de los delitos de los cuales le acusamos: por eso se hace el mudo, para que exulte Adán”’ (Romano el Melode, kontakion sobre la Pasión, II, 7).
2. Jesús cargado con la cruz
Cristo carga la cruz. Su mano de por si fuerte, toma tiernamente la cruz, como si éste leño -que tiene su peso- fuese la humanidad herida necesitada de los auxilios de Dios, de sus cuidados. Por eso Cristo abraza la cruz apoyando en ella tiernamente el rostro, como si diera la respuesta del amor de Dios a lo que es el mal de la humanidad. La pasión comienza a ser siempre más explícita: el Nuevo Adán, inmune al pecado, se identifica con el antiguo Adán pecador y absorbe en la propia vida al antiguo con su pecado. Asumiendo la cruz, Cristo se echa encima voluntariamente la humanidad entera, esto es también su pecado y el salario del pecado -la muerte. El pecador no debe más ir en busca del pecado ahí donde lo ha cometido o en su memoria, sino que debe verlo sobre la cruz de Aquel que se lo ha cargado sobre sus espaldas. Cuando logra ver la ternura de la mano del Salvador que toca la herida y la carne adolorida del pecador y cuando se concentra en el rostro de Aquel que asume el pecado, el pecador comienza a sanar. Su memoria se libera del pecado y se concentra en el Salvador y su cruz.
“El santo Abraham, cuando subió a la montaña que Dios le había mostrado, de manera que pudiera sacrificar a Isaac según la orden de Dios, cargó la leña sobre el muchacho. Isaac, llevando sobre sus espaldas su cruz y subiendo a la gloria de la pasión, era figura tipológica de Cristo. Cristo nos ha enseñado que su pasión era su gloria. Ha dicho: Ahora el Hijo del hombre ha sido glorificado, y Dios ha sido glorificado, y Dios ha sido glorificado en él, también Dios lo glorificará por su parte y pronto lo glorificará (Jn 13,31-32)” (Cirilo de Alejandría, Comentario a Lucas, homilía 152)
“El Verbo se ha hecho ‘portador de la carne’ porque los hombres pueden llegar a ser ‘portadores del Espíritu’” (Atanasio de Alejandría, Sobre la Encarnación y contra los arrianos, 8)
3. Jesús cae por primera vez
Con la misma expresión sobre el rostro velada por un ligero toque de tristeza, Cristo escucha la cruz. Posando en ella la cabeza, acoge su narración, el relato del mal del mundo. Solo el Creador conoce los abismos y las posibilidades del pecado que el hombre, con su libertad creada a imagen de Dios, puede cometer. Por eso solo Él, como Redentor, puede tomar sobre si el mal del cual una libertad separada del amor es capaz. Con la afirmación de sí, con una voluntad separada del amor, el hombre pervierte su verdad de ser imagen de Dios, y su identidad comienza a ser en modo siempre más claro y decidido esculpida como una cruz. Cristo asume libremente este trágico camino del hombre y recoge todo lo que es la cruz de cada hombre. El Cordero de Dios ha tomado sobre si los pecados del mundo, sin embargo, para poder recogerlos todos, El mismo baja, cayendo, para poner el oído sobre el último sufrimiento y el último pecado consumado en los abismos escondidos de las tinieblas.
El Señor Dios ha entregado al propio Hijo a la muerte en cruz por su ardiente amor por la creación […]. No es que no hubiera podido rescatarnos de otra manera, sino que ha querido manifestar así su amor desbordante, como una enseñanza para nosotros. Y mediante la muerte de su único Hijo nos ha vuelto a acercar a si. Si, si Él hubiera poseído algo más valioso nos lo habría dado, para que nuestra raza llegara a ser propiedad suya. A causa de su grande amor ésta, no le parecía bien violentar nuestra libertad, si bien hubiera estado en grado de hacerlo, pero ha preferido que nosotros nos volviéramos a Él mediante el amor de lo que pudiéramos comprender. A causa de su amor por nosotros y por la obediencia a su Padre, Cristo ha aceptado alegremente los insultos y la amargura […]. Del mismo modo, cuando los santos llegan a ser perfectos, alcanzan todos la misma perfección y, vertiendo abundantemente su amor y su compasión sobre todos los hombres, nos parecemos a Dios” (Isaac el Sirio, Primera colección, 71).
4. Jesús encuentra a su madre
En el camino de la cruz, Cristo se encuentra con su madre. María mira siempre a través de los ojos del Hijo: el amor hace ver en un modo semejante. María ha acogido y realizado la obra del Espíritu Santo hasta el punto que en ella la Palabra se ha hecho carne. Y es solo en sinergia, en colaboración con el Espíritu Santo, que nosotros podemos ver nuestra realidad y todo lo que hemos vivido en relación a Cristo, más bien en Él. Tanto en Él que las miradas coinciden, de otra manera el sufrimiento y el dolor son una tentación a la cual el hombre sucumbe. Sin embargo, sólo el amor logra unirnos así integralmente en Cristo como para ver en su carne maltratada y sufriente no sólo nuestro destino, sino también el sentido con el cual Él ha cambiado el mal en bien, Llegar a ser cristoformes en el sufrimiento quiere decir ser en grado de ver el bien ahí donde nadie más lo ve. María comienza el aprendizaje de la sabiduría de la cruz, de la espada que traspasara su corazón (cf Lc 2,35), esto es, del sentido salvífico del sufrimiento, del fracaso, de la muerte. El ojo exterior mira un hombre golpeado y humillado hasta la muerte, el ojo interior unido a Cristo ve la transfiguración del abismo.
“María la cordero, viendo el propio cordero llevado al matadero, lo seguía junto con otras mujeres, consumida del dolor, gritando a él así: Donde vas, oh Hijo? Por quién has emprendido esta carrera veloz? Acaso hay otro matrimonio en Caná, y te apresuras para cambiar de nuevo el agua en vino? Voy contigo, oh Hijo, o más bien, me quedo contigo? Dime una palabra, oh Verbo, no pasar junto a mí en silencio, tu que me has conservada pura: tú eres en efecto mi Hijo y mi Dios” (Liturgia Bizantina, Oficio de la Santa Pasión, kontakion).
“Tú serás herida de la espada de la incertidumbre y tus pensamientos te atravesarán de todos los sentidos; aquel que tu habías oído llamar Hijo de Dios y que sabías que había nacido sin la intervención de hombre, tú lo verás crucificado, a punto de morir, sometido a los suplicios inventados por los hombres y, para terminar, implorar y dolerse diciendo: Padre, si es posible aleja de mi éste cáliz. Una espada te traspasará el alma” (Origenes, Homilías sobre Lucas, XVII, 7).
5. Jesús ayudado por el Cireneo
Parece que la cruz sea de verdad un símbolo del mal y de la muerte que el pecado ha hecho particularmente cercano al hombre. Y sin embargo la cruz sigue siendo impersonal para la mirada del hombre, extraordinariamente lejana, así como cada dolor y sufrimiento. Y, exactamente para defenderse de ella, la reacción típica de la mentalidad del pecado agrega al sufrimiento aún otro dolor, y la cruz se hace cada vez más pesada. En efecto no son importantes las cruces, sino los crucifijos. Llevar por un breve tramo de camino la cruz de uno que va a la crucifixión de por si no es tan grave. Lo importante para nosotros es no terminar ahí clavados. Pero cuando se entiende que aquel crucificado es Aquel que lleva la cruz de toda la humanidad para ser clavado en nuestro lugar, entonces la mirada cambia. También la mano. Todo comienza a conformarse a Él. Se puede acoger el sufrimiento, aceptar el mal, solo en una relación fuerte y sentida con Cristo, tan intensa en el amor como para buscar tomar la cruz como la toma Él. Entonces se lleva la cruz por un tramo de camino sabiendo que al final es Él el que subirá en ella, Él aquel que va a ser clavado y crucificado para que yo pueda vivir no aplastado por mi cruz y por el mal que he recibido o procurado. Según la tradición antigua, Simón de Cirene indica la transformación de uno que es obligado a uno que acoge. Y esta es la parábola de la vida para los cristianos: de la esclavitud a la libertad de los hijos, de un deber a una libre adhesión. La redención no es un yugo, ni una imposición, ni una operación automática, sino el don de un amor libre al cual se responde solo con una libre adhesión.
“No era conveniente que solo el Salvador tomara su cruz, sino que también nosotros la lleváramos, realizando un duro servicio, que para nosotros es fuente de salvación” (Orígenes, Comentario a Mateo, 126).
6. La Verónica enjuga el rostro de Jesús
La Verónica, con un gesto de ternura, libra el rostro de Cristo de las costras de sangre, del sudor, de los salivazos. Y el rostro santo se queda impreso sobre el velo de esta mujer. Aquello que nos hace semejantes a Dios es el amor, porque Dios es amor. La Verónica es imagen de una mujer movida por la compasión, sentimiento que nos recuerda a Dios. Y el velo que le servía para su gesto de caridad hacia Cristo se convierte en su nuevo vestido: ella se reviste de Cristo. La imagen que estaba en ella traspasa su cuerpo, todo lo que ella es y se hace visible al externo, en sus gestos, en el modo de moverse, en el modo de pensar y de actuar. En cierto sentido la Verónica se convierte en evangelio, es decir en el icono de Cristo. Se convierte en la imagen de una mujer nueva, de la mujer redimida, porque ha sido involucrada en la redención de Cristo. Su gesto se convierte en una especie de lavatorio. La Verónica limpia el rostro de Cristo y es ella a ser limpiada, revestida en la imagen de Cristo, del cual ella misma es verdaderamente imagen. La caridad no es recompensada. La caridad simplemente nos hace divinos. No somos nosotros los que hacemos la caridad, sino que es la caridad de Dios que nos plasma, nos lava, nos reviste de gloria. La caridad de Dios, acogida por nosotros, es lo que en nosotros hace el bien.
“Nada nos dispone más a la justicia ni, por así decir, a la divinización y a la cercanía con Dios cuanto la compasión que con piedad y alegría el alma lleva a aquellos que tienen necesidad de ella. El Logos en efecto ha indicado que quien tiene necesidad de ser beneficiado es [como] Dios: Cuánto habéis hecho a uno de estos pequeños -dice-, lo habéis hecho a mi (Mt 25,40). Es Dios que habla y mucho más demostrará que es verdaderamente Dios, por gracia y por participación, aquel que puede hacer el bien y que lo hace, porque con feliz imitación ha puesto sobre sí la fuerza y la propiedad del bien que ha hecho” (Máximo el Confesor, Mistagogía, IV, 24).
7. Jesús cae por segunda vez
La segunda caída de Cristo es la ocasión para nosotros para contemplar la intensidad y la fuerza del amor del Señor acostado sobre el polvo de la tierra. Parece que la cruz y el peso del mal vencen, pero en realidad el rostro del Salvador acoge la presión del mal para ser empujado en el último recoveco donde este podía anidarse. La mano posada sobre el suelo, la mirada que lo fija intensamente y lo penetra, la oreja posada sobre él: todo en Cristo busca de sentir y recoger el triste relato de la tierra empapada por la sangre derramada por Caín y su descendencia hasta el fin del mundo. La tierra silenciosamente se ha impregnado de la sangre y el Dios misericordioso recoge su testimonio sobre el mal. Ahora la tierra puede sentir de nuevo el respiro de Dios, su soplo, su mano, nuevamente a la obra para plasmar de nuevo y generar de nuevo al hombre nuevo. Solo que esta vez la tierra será amasada con la sangre del Señor. La tierra espera que los hombres generados de nuevo por la resurrección cooperen en el evento cósmico del octavo día, sufriendo ya desde ahora los dolores del parto porque cielo y tierra nueva están naciendo. La cruz que aplasta a Cristo sobre el suelo podrá ahora emerger de la materia del mundo como sello del amor con el cual Dios lo ha creado y ahora redimido.
“El Hijo de Dios para ser crucificado ha puesto su huella sobre el universo en forma de cruz, sellando de alguna manera el universo entero con el signo de la cruz” (Ireneo de León, Demostración de la predicación apostólica, SC 406, 34).
“La cruz es el sello de las creaturas y su molde: en anchura y largura, según su signo, todo es sellado” (Efrén el Sirio, Himnos sobre la fe, 24,8).
8. Las mujeres de Jerusalén lloran por Jesús
El paso de Cristo en medio de la muchedumbre por su camino al Calvario provoca en la humanidad un discernimiento. El peso de la cruz se hace sentir. He aquí entonces aquellos que lo quieren ver caer, aquellos que non ven la hora de clavarlo, aquellos en los cuales la escena provoca la satisfacción cruel de la violencia y de la explosión de los corazones engolfados por una pasión amarga. Pero he aquí aquellos que, más que de la cruz, son atraídos por Aquel que la lleva, por su rostro, por su mirada, de la posesión con la cual tiene el instrumento de su propia condena. Por otra parte, toda una agitación obscura, de la otra parte una compasión silenciosa, un sentimiento que hace adherir a Aquel que acaricia, consuela y sostiene la compasión. La vida tiene su origen en Dios y la mujer es el custodie privilegiado de la vida (cf Gen 3,20). Por eso las madres rodean al Señor con sus rostros suaves, conmovidos, bellos, piadosos. Hacen luto por Él como se hace luto por el hijo único, como se llora por el primogénito (cf Zc 12,10). Cristo sin embargo orienta su compasión no para sí, sino para sus propios hijos. Es necesario llorar por sus hijos, porque son hijos de una generación que se ha cerrado al amor de Dios. Desde los dolores de parto nace un fruto que alegra la madre. Sin embargo, el pecado ha hecho que la vida ligada a la sangre de la madre muera. Las madres intuyen que está por verterse la sangre que da la vida que no muere más y aspiran ésta vida para sus propios hijos. De otra manera bienaventuradas las estériles y los vientres que no han engendrado (Lc 23,29).
“Parece que el hombre de Dios experimente tres nacimientos: el primero, del seno a la creación; el segundo, de la esclavitud a la libertad, de ser hombre a ser hijo de Dios -algo que tiene lugar por la gracia del bautismo; mientras que el tercer nacimiento es cuando uno vuelve a nacer por su voluntad de un modo corporal de vida a uno espiritual, y él mismo se convierte en un vientre que hace nacer una completa auto renuncia (cf Fil 2,7)” (Filoxeno de Mabbug, Homilía 9, ed. Budge, I, 342 = II, 327).
9. Jesús cae por tercera vez
La cruz ya cubre casi totalmente a Cristo. El espacio entre el mal, el pecado y la tierra como humilde testigo y víctima se estrecha cada vez más, tanto como para aterrorizar con la posibilidad que el pecado pudiera exterminar la vida. El pecado logra transformar el jardín en un desierto, en una tierra de salinidad (cf Ger 17,6) donde no hay vida. La Biblia comienza su revelación con un jardín desbordante de vida y termina con una espléndida ciudad arreglada como una esposa. Entre el Edén y la Jerusalén celeste se eleva el orgullo del pecado y del mal que busca aplastar, usurpar, enterrar. Y Cristo se deja vencer, se deja aplastar, cumpliendo así la obra de la redención, donde su rostro se convierte en el único espacio de vida. En este rostro se amasan todos los aplastados por el mal y del pecado para entrar en Él en aquel amor que, aunque si muerto, resucita y camina. Exactamente del escorzo de luz liberado por el rostro del Redentor vuelve a salir el nuevo éxodo de los redimidos que habitarán la ciudad que baja del cielo.
“[Dios] no se recrea de la misma materia con la cual nos ha creado; en efecto hizo el primer hombre tomando el barro de la tierra, pero para la segunda creación da el propio cuerpo y para reanimar la vida no se limita a hacer a hacer el alma más bella dejándola sin embargo a su naturaleza, sino que derrama su sangre en el corazón de los que comulgan, haciendo surgir en ellos su vida. Entonces había soplado un aliento de vida, ahora nos comunica su mismo Espíritu” (Nicola Cabasilas, La vida en Cristo, VI, 617b).
“Cada miembro de tu carne santísima ha soportado por nosotros la ignominia: la cabeza, las espinas; el rostro, los salivazos; las mejillas, las bofetadas; la boca, el sabor de la hiel mezclado con vinagre; las orejas, las impías blasfemias; las espaldas, la multitud de burlas; el dorso, la flagelación; la mano, la caña; la planchada de todo el cuerpo sobre la cruz; las “arti”, los clavos, y el costado, la lanza. Oh tu que has padecido por nosotros y nos has librado de las pasiones, tu que hasta nosotros has descendido en tu amor por los hombres y nos has elevado, oh Salvador omnipotente, ten piedad de nosotros” (Liturgia bizantina, Oficio de la santa pasión).
10. Jesús es despojado de sus vestiduras
Adán y Eva creados a imagen de Dios y puestos en el jardín del Edén estaban vestidos de gloria. No estaban desnudos. Su cercanía con Dios y la fuerza de su semejanza con el Creador les mantenía a la presencia de la luz divina. Pero, después del pecado, el hombre se da cuenta que está desnudo. La luz se ha apagado y, en el último se obscurece, descubren que están heridos y pueden morir. La desnudez expresa la nueva identidad del hombre marcado por el pecado y de su salario, es decir, la muerte. El miedo a desaparecer y ser abrumado se convierte en una constante presencia en su corazón. Nace el miedo por uno mismo, y con eso, el imperativo de salvarse a sí mismo. Se necesita robar lo que se ha perdido: la vida. Una codicia, sin embargo, que lleva siempre al fracaso. El Señor se deja poner en la misma situación y asume el miedo de la humanidad. Se presenta totalmente entregado, sin defensas, listo para dejarse humillar. Cristo desnudo nos recuerda que en Él la humanidad pecadora se ha desnudado del hombre viejo. Él que no conocía pecado fue tratado como pecado a fin de que la humanidad pudiera ser revestida de luz y de gloria. Él desnudo y vulnerable, nosotros revestidos y salvados (cf Rm 13,14, Gal 3,27, 2Cor 5,4).
“Después de ser desnudados (en el bautismo) estábamos desnudos, imitando con eso a Cristo en la cruz, que con su desnudez ha desnudado los principados y las potestades y que valientemente sobre la cruz los ha arrastrado en su cortejo triunfal. Porque las potenzas del mal que habitaban en vuestro cuerpo, no hay más permiso de llevar esta vieja túnica. Y yo no hablo más de la túnica visible, sino del hombre viejo que se corrompen sus deseos mundanos” (Cirilo/Juan, Catequesis mistagógicas II,2).
“Con el despojo de sus vestidos sobre el madero, en cambio de la desnudez del primer hombre, cúbreme de tu gloria en el día del Juicio universal (Narses Snorhali, Jesús hijo único del Padre, 746).
11. Jesús clavado en la cruz
Una mano de hombre toma el pie del Hijo de Dios y lo clava en la cruz, al mal de la humanidad. Los pies clavados expresan el fin de la libertad. El que es clavado ya no es más libre. Sin embargo, Jesús repetía que había venido al mundo para ser entregado en las manos de los hombres (cf Mc 10,33), y Pablo afirma que Él se ha entregado a nosotros aun cuando éramos enemigos de Dios (cf Rm 5,10). El don de si dice cual grande amor tiene Dios para confiarse así. La libertad inhabita el amor desde dentro, como cual sal sin el cual la comida se echa a perder. El amor hace por lo tanto así libres como para convertirse en un objeto en las manos violentas del mal, que obligan, limitan y matan. Pero Cristo mismo ha dicho que la vida no se la quita nadie, porque Él mismo la entrega (cf Jn 10,18). El amor por el Padre al cual Él quiere obedecer en todo coincide prácticamente con las manos violentas que lo clavan -el amor por el Padre y por los hombres. El hombre pecador o fija la mirada sobre el pecado con codicia y pasionalidad, o es clavado sobre el pecado por un trágico sentimiento de culpa. Ahora Dios se deja clavar ahí sobre aquel mal, sobre aquel pecado, sobre aquel árbol sobre el cual el hombre al inicio, en la tentación, ha posado su mirada. Todo esto con el fin de que el hombre encuentre y descubra que no es un objeto, sino una persona con un rostro y un amor libre.
“Cristo une en el amor la realidad creada e increada -o maravilla de la amistad y de la ternura divina por nosotros- y muestra que mediante la gracia las dos realidades son una sola cosa. El mundo entero entra totalmente en el Dios total y llegando a ser todo lo que Dios es, exceptuada la identidad de natura, recibe al puesto de sí mismo el Dios total” (Máximo el Confesor, Ambigua: PG 91, 1308-1309).
12. Jesús muere en la cruz
La humanidad ha finalmente obtenido lo que quería -es decir matar a Cristo-y también Dios ha obtenido lo suyo -es decir, quitar el mal del mundo y el pecado del hombre-. Sin embargo, para esto Cristo debe morir. Y para morir debía sucumbir al peso del pecado. Mientras yace bajo el mal y se lo echa encima, viene en alzado como la serpiente de Moisés. Cristo muere solo para que la muerte pueda pensar que lo ha vencido. Pero en realidad es Él que la ha absorbido toda ella y la ha quemado en el amor del Padre. Él está muerto en nuestro lugar y ahora la muerte para nosotros no es más el final de todo. A nosotros se nos ha dado la gracia de morir con Él una muerte similar a la suya en el bautismo. Con esto la muerte no es más definitiva, está enteramente en el tiempo y por lo tanto está detrás de nosotros. Delante tenemos lo que ya ha sido vivido en el bautismo, la “pequeña resurrección”, y en la eucaristía, la vida eterna.
La mirada sobre Cristo crucificado es la mirada sobre el loco amor de Dios por el hombre. Se ha entregado porque nos ha amado tanto como para considerarnos dignos de su entrega. Nosotros hemos descargado sobre de Él toda nuestra muerte para que Él muriera, pero nosotros quedáramos vivos. El Cristo traspasado en la cruz es la imagen de Dios que nosotros por su gracia hemos podido plasmar con nuestras manos. Nosotros hemos plasmado su muerte, sin embargo, Él nos lava con su sangre dándonos la vida, Cristo se queda dormido sólo por aquel momento y de inmediato, del costado del nuevo Adán, nace la nueva humanidad.
“Cristo se durmió en la cruz, y el Bautismo salió de él; el Esposo durmió, y su costado fue traspasado en su sueño, hizo nacer la Esposa, como sucede con Eva, en Adán su prototipo. El silencio del sueño de muerte cae sobre de él en la Cruz, y de él brotó la Madre {el bautismo} che hace nacer a todos los seres espirituales -el Señor de Adán produce la Nueva Eva en el sueño para servir como madre de los hijos de Adán, al puesto de Eva; agua y sangre para modelar hijos espirituales salidos del costado del Viviente que murió para dar la vida a Adán” Santiago de Sarug, Homilías, ed Bedjan, II, 586).
13. Jesús es bajado de la cruz
Como en los antiguos iconos, esta escena es el primer gesto de ternura de la humanidad sobre Dios, sobre el cuerpo muerto de Cristo. Después de su sacrificio, ahora la humanidad es capaz de amar, porque ha sido redimida. El pecado ha sido vencido, la ley de la muerte -mors tua vita mea- ha sido superada. Si antes las mujeres se acercaban a Jesús con una mirada de compasión, ahora un hombre, José de Arimatea, hace los mismo. Así toda la humanidad se ciñe a Él. José toma su cuerpo como al inicio el Señor había tomado a la humanidad. Acoge el cuerpo de Jesús, sin embargo, en realidad es el a ser abrazado del amor de Dios. No hemos sido nosotros los que amamos a Dios, sino que es él quien nos ha amado a nosotros (1 Jn 4,10). Los perfumes con los cuales viene ungido el cuerpo de Cristo tienen un significado nupcial: finalmente Dios y el hombre se pueden encontrare intercambiar el amor. Ahora el amor es amado. El mundo no reconoce a Cristo, pero puede aquellos que han sido tocados por la muerte y resurrección del Señor. Todos nuestros miedos, rabias, rencores, resentimientos y muertos son asociados en su muerte. Quien lleva en sí la muerte de Cristo es libre de la propia muerte y es capaz de amar porque no tiene más miedo por sí mismo. Quien ve en tales testimonios esta compasión, esta ternura, ve en ellos el gesto que indica a Cristo. Son ellos que se convierten en el cuerpo del Señor, el cuerpo que hace transpirar al mundo su amor.
“El sol de Justicia fue desclavado de los brazos de la cruz, la Iglesia lo recibió y besó sus heridas diciendo: ‘Nuestro Señor, ten piedad de tu cuerpo que yace en la corrupción en el Sheol, sobre el cual la Muerte ahora reina’. Y Él le dice: ‘Ten paciencia, Iglesia amada, porque yo me alzaré y resurgiré y mis amigos se alegraran en mí, aleluya, aquellos que confiesan mi pasión’ (...) Viviente, Creador de vida y Dador de Vida, Señor, con el dulce incienso de tu dulzura y el olor delicioso de tu bondad has descendido en el Sheol y ahí has respirado dentro la resurrección y la vida, y con el perfume de los aromas de tu muerte has matado la muerte y has sacado sus tesoros, y con tu nueva vida has alegrado aquellos que yacían en el Sheol y los has encantado con la buena noticia de la resurrección” (Liturgia siro-antioquena, Sábado santo, oración de la tarde).
14. Jesús es puesto en el sepulcro
Cristo ha muerto. Es como si reposase, como si hubiese caído un sueño profundo sobre de Él, por demás sin el peso de la cruz. A este punto parece que ha salido de la vida y de la historia: ninguna multitud para aplaudir, como en el ingreso a Jerusalén, ningún espectador para sentir lastima como en el Getsemaní, ningún testigo para temblar como en el Calvario. Sin embargo, entre la oscuridad de las tinieblas y el alba del día pascual, Cristo está en la más grande actividad: baja a la tumba para encontrar a Adán, Eva, y llevar fuera a la humanidad resucitada con Él hacia el Padre. Para quien vive en el Sheol, donde todo está en la sombra, el tema de la luz es fundamental, como aquel de la esperanza para el día. Alguien debe venir, está por llegar, se debe manifestar… En el bautismo hemos sido sacados de la tumba. Nuestra vida ha sido marcada por Alguien que ha tocado nuestro cuerpo muerto con amor, nos ha vuelto a dar la vida, nos ha revestido de la túnica, nos ha puesto el anillo en el dedo y nos ha puesto en la mesa. Nosotros nos encontramos a menudo en la noche del grano enterrado que está ya muerto, pero que todavía no le ha surgido el germen. En estas largas horas hacia el alba, nos conviene la espera de Aquel que ha venido a llevarnos.
" (Habla la Muerte) La muerte de Jesús es un tormento para mí, quisiera haberlo dejado vivo: hubiera estado mejor para mí que su muerte. Aquí hay un hombre cuya muerte encuentro detestable; a la muerte de cualquier otro me gozo, pero su muerte me atormenta, y espero que regresa a la vida: durante su vida él ha hecho revivir y llevado de nuevo a la vida tres muertos. Ahora a través de su muerte los muertos que han venido de nuevo a la vida me pisotean a las puertas del Sheol cuando voy a detenerlos, […] Jesús rey, acoge mi petición, y con mi petición toma tus rehenes, llévatelos, como al tu gran rehén, Adán en el cual todos los muertos están escondidos- así como, cuando lo he recibido, en él todos los vivos estaban contenidos. Como primer rehén yo te doy el cuerpo de Adán, Asciende ahora, y reina sobre todo, y cuando yo escucharé el sonido de la tumba, con mis propias manos conduciré los muertos a tu venida” (Efrén el Sirio, Himnos de Nisibi, 36, 13-17).